25 de mayo de 2012

REVISITANDO - Revolviendo y repensando




ALEJANDRO GRIMSON
PONENCIA:

Políticas Culturales locales en vísperas del Segundo Centenario: una estrategia nacional de desarrollo con equidad.

Voy a proponer algunas reflexiones conceptuales, basándome en un documento colectivo que elaboramos hace unos años, que fuimos actualizando en ocasión de ciertos debates que se dieron en Argentina sobre lo que se dio en llamar en su momento el Plan Fénix. Una bella metáfora para la idea de una Argentina que estaba destruida y que intentaba renacer de las cenizas. Lo que voy a plantear son algunas de las ideas que fuimos consensuando entre algunos actores y académicos acerca del papel de la cultura, que todos sabemos que muchas veces en los gobiernos, los partidos políticos, los distintos actores sociales es concebida fundamentalmente como una dimensión decorativa del resto de las políticas o del resto de las acciones que son las realmente importantes. Es decir, se arma un plan de desarrollo económico o social y se le agrega un florero a ese plan, que sería el cultural. Sin embargo, creo que hoy hay una corriente académica intelectual que plantea a la cultura como condición, un medio y un fin para el desarrollo. ¿Por qué una condición?
              En primer lugar porque entre las principales variables que inciden en el funcionamiento de la economía y la política se encuentran las dimensiones culturales. Generalmente fue aceptado que el nivel de alfabetización y la calidad de los “recursos humanos” que tiene un país es una variable económica evidente para su potencial. Ahora, tenemos que terminar de entender que los valores, los sentimientos, los significados que puede tener el trabajo, lo público, la democracia, la participación cívica, las comunidades, son cuestiones constitutivas de una sociedad que sólo puede emprender de manera sólida el camino del desarrollo sobre la base de lo que esa sociedad es o puede imaginar ser en una coyuntura específica.
    Norbert Lechner, desde el programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en Chile, planteó hace varios años que no había posibilidades de construir una noción de desarrollo en Chile sin definir un “quiénes somos”. ¿Qué miedos tenemos? ¿Qué deseos tenemos? Y esto lo podemos traspasar a cualquiera de nuestros países o ciudades. ¿Quiénes somos? ¿Con quiénes convivimos? ¿Cuán heterogéneos? Sin definir esto no podemos pensar realmente un plan sólido de desarrollo. Justamente, y esto es una nota a pie de página, estoy convencido de que una de las razones de lo que muchos argentinos entendemos como el fracaso argentino del siglo XX, es decir, un país que nació con un potencial enorme de desarrollo y que terminó en una crisis muy notoria y evidente, una de sus razones, fue la soberbia y la distorsión que los argentinos construyeron respecto de quienes somos realmente. Por eso la cultura es una condición de cualquier desarrollo.   Las políticas culturales, en un sentido amplio, son todas aquellas que pretenden incidir explícitamente en la configuración de procesos de significación.
¿Por qué son un medio de desarrollo? Creo que paulatinamente contamos con más datos acerca de cómo la cultura es un instrumento válido para el desarrollo social y para el desarrollo integral de las ciudades y países. Los datos indican como va incrementándose el porcentaje del PBI que ocupa la cultura a nivel nacional, o en la ciudad de Buenos Aires, donde duplica la incidencia del producto cultural sobre el producto total que hay en la Nación. Es indiscutible la relevancia de la cultura en la generación de empleo en todos nuestros países y en las principales ciudades. En ese sentido la cultura puede ser una herramienta fabulosa y de hecho lo es en muchos espacios para luchar contra los efectos de la exclusión y la desigualdad.
Ciertamente hay un riesgo aquí que vale la pena anotar que es culturalizar excesivamente los procesos de desarrollo y en ese sentido creer que todas las soluciones podrían pasar por la cultura. La producción cultural no puede sustituir a la producción de caños o aluminio o de otras industrias. No se trata, como se dijo hace unos años, de crear un Museo del Trabajo en un país que se encontraba totalmente devastado. No se trata de destruir las políticas universales que garantizan los derechos por políticas particularistas que reconocen identidades culturales. De lo que se trata es de asumir que es un medio crucial para el desarrollo en articulación con otros medios.
¿Por qué la cultura es un fin del desarrollo? El célebre antropólogo Marshall Sahlins planteaba que era necesario saber si se concibe a la cultura como un mero instrumento de un desarrollo que se presupone como un desarrollo de progreso material o bien como el objetivo y la finalidad del desarrollo en el sentido de la realización de la vida humana bajo sus múltiples formas y en su totalidad. Es decir, de lo que se trata es de discutir qué quiere decir desarrollo y de no aceptar las definiciones clásicas, las muchas veces instaladas como sentido común. O sea, un incremento del producto o en sus mejores versiones un desarrollo social entendido como una distribución de esa producción.
  El desarrollo cultural como finalidad se refiere al proceso que incrementa la autonomía y la libertad de los seres humanos. Procesos que requieren de bases materiales y simbólicas. Es decir: entender a la cultura como finalidad de la construcción de creciente autonomía de nuestros países, ciudades, de los movimientos culturales, de las instituciones de la sociedad civil, de libertad, de la posibilidad de acceso e intervención en los procesos de producción culturales.
Muchas veces las perspectivas económicas que dominaron muchos de nuestros países, y que aún pueden dominarlos, consideraron a las políticas culturales como gastos y en ese sentido se redujo la noción de producción cultural a un mero instrumento del desarrollo. En el extremo, los bienes culturales podían convertirse en mercancías a ser comercializadas para promover un incremento de los recursos. Eso no es solamente una tentación que hay muchas veces en ciertas áreas del Estado sino que se trata de un proceso que en algunas ciudades o países está en expansión. Si no se recupera la noción de que generar un incremento de la autonomía es un fin en sí mismo esa instrumentalización de la cultura puede provocar graves consecuencias tanto en la constitución de nuestras comunidades, en las nociones de lo público, en los valores respeto de cómo repensar de maneras más complejas las tradiciones y los valores.
¿Autonomía en qué sentido?
  En el mundo de la cultura las concentraciones de poder reducen diferentes autonomías. Autonomías de los países, de las ciudades, de las regiones respecto de fuerzas y poderes, actores transnacionales. Autonomías de grupos, de sectores sociales que muchas veces se reducen cuando tienden a concentrarse los poderes de los medios de significación. El Estado debe procurar incrementar la autonomía nacional, regional, urbana en el contexto global; incrementar la autonomía de cada uno de los grupos y ciudadanos que participan de la producción cultural; incrementar la autonomía de los ciudadanos frente a las opciones culturales.
                  Existe un problema: la tensión que existe en la realidad entre la noción antropológica de cultura y la noción cultural de Estado. ¿Por qué? Porque en realidad cuando una agencia gubernamental construye viviendas en cualquier lugar, está interviniendo sobre los significados que tiene el territorio para los habitantes de esas nuevas viviendas. Interviene en cómo se va a configurar el espacio, la vida cotidiana y el diálogo público en ese nuevo barrio o comunidad que se va a crear. Sin embargo, se está interviniendo sobre la cultura, aunque generalmente desde fuera del sector específicamente cultural. Esto quiere decir: así como el sector cultural del Estado legítimamente pretende incidir sobre la economía urbana, sobre la economía nacional, lamentablemente, muchas veces otros agentes estatales intervienen por default en la cultura. Digo por default porque no lo hacen en este equilibrio que se planteaba aquí entre el pensamiento y la acción sino que lo hacen sin el asesoramiento adecuado que pueda explicar los impactos que van a  tener sobre la ciudadanía, sobre lo público, político, económico.
   De ahí viene la cuestión de qué es lo posible, que para cualquiera que esté involucrado en la gestión pública es una cuestión crucial. Esa visión no debe hacernos perder de vista la discusión, la reflexión acerca de qué es lo necesario. Tener presente constantemente en nuestro pensar la tensión entre lo posible y lo necesario para lograr un desarrollo cultural. Será necesario que el sector cultural vaya ganando legitimidad para incidir en otras políticas públicas que tienen consecuencias culturales muy significativas. Se trata entonces de entender  a la producción cultural como una cuestión de políticas, donde entran a jugar definiciones del “nosotros”, tensiones entre el Estado y el mercado, donde debemos tender a evitar que se reproduzca la división de trabajo que varios autores, incluso la propia UNESCO, han señalado como un riesgo. Por ejemplo que el Estado se encargue de las artes clásicas y el folclore y el mercado de las industrias culturales y de las culturas de masas. Por ese camino, que se instaló en muchas ciudades y países de nuestro continente, vamos a la reproducción de desigualdades culturales persistentes. La manera de referirlo es dar vuelta esa página y lograr un Estado que se asuma sus responsabilidades sobre el conjunto del proceso cultural. Si lo digo en términos de políticas sociales diría: hay una diferencia muy evidente entre intentar lograr alimentar a toda la población e intentar lograr que toda la población tenga un trabajo digno. En esa diferencia está la trascendencia de los derechos más elementales en los cuales es muy difícil la construcción de la ciudadanía porque la ciudadanía requiere libertad y autonomía. En esa parte del desafío es que tenemos el plano cultural.
               ¿Cual es el rol del Estado? ¿El Estado debe repartir pescado, enseñarnos a pescar o promover la pesca? Estas serían las tres grandes opciones que se han planteado en las políticas públicas: es decir, un Estado asistencialista que distribuye bienes relativamente escasos para salir de coyunturas críticas pero que construye lazos escasamente cuidadosos en ese vínculo societal; un Estado pedagógico que enseña a pescar porque es el Estado Civilizatorio, viene a abordar una sociedad cuasi bárbara o escasamente educada; o un Estado promotor de aquello que está vivo en la sociedad civil. Creo que allí hay una relación compleja y fascinante. Yo me inclino a responder positivamente la tercera de esas preguntas, pero me atrevo a decir que tenemos que mirarlo con algunos matices y con las complejidades que hay entre ciudades y sectores de ciudades y países. Si nosotros, como se hace por suerte en muchos países, generamos un fondo para promover las actividades culturales o reforzar las que ya están haciendo o las que imagine hacer la sociedad civil, eso nos permite construir la cartografía de la vida cultural en una ciudad o país. En ese mapa vamos a detectar desigualdades de capacidades y de posibilidades. Grandes espacios vacantes donde no hay posibilidades de presentar todavía proyectos culturales. En ese sentido, tomando el Estado como prioridad la promoción de la actividad cultural que la propia sociedad genera, también el Estado puede proponerse enseñar a pescar con nuevas técnicas. Y repartir, más que pescado, cañas de pescar.
      Generar talleres que permitan, de manera creativa y no autoritaria, que sectores de la sociedad civil puedan incorporar nuevas maneras de planificar la actividad cultural local y así sucesivamente adquirir nuevas técnicas de pesca. No desde un espacio paternalista, sino desde una concepción de un Estado fuerte para promover la democracia cultural, para promover la participación y el compromiso.
¿Por qué celebrar la nación con el Bicentenario en una época de globalización? ¿Realmente no es un anacronismo? En la Argentina, especialmente, aparece o se genera toda una problemática porque la retórica nacionalista y sus acciones fueron utilizadas por el peor de todos los estados autoritarios. Un Estado terrorista que atentaba contra la vida de los ciudadanos en nombre de la retórica nacionalista y que, además, generó una guerra increíble en todos sus aspectos. Se llevó así al país a una situación calamitosa en nombre de retóricas nacionalistas. Por eso, muchas veces, los argentinos, especialmente los sectores intelectuales argentinos, cuando escuchan la palabra Nación se les pone la piel de gallina o quieren meterse debajo de la cama porque les da miedo, como me lo han dicho. Eso ha generado un fenómeno: una cantidad de best sellers de libros producidos en la Argentina que hablan pésimo de la Argentina y de los argentinos. El título de uno es, lo voy a decir de manera eufemística: “El tonto argentino” y tiene un espejito en la tapa. Y es un best seller. ¿Por qué? Porque nosotros venimos  de una soberbia nacional que todos conocen y pasamos a una etapa de mucha autodenigración también. De una sensación de decadencia muy profunda, de una sensación de crisis.
Primero, en la Argentina se instaló un dispositivo cultural homogéneo, vinculado a la supuesta inmigración europea como matriz nacional excluyente de todas experiencias. Cualquiera que conozca mínimamente la Argentina se da cuenta de que es un país tremendamente heterogéneo. Los modelos de desarrollo clásico de la economía pensaban la diversidad como un obstáculo para el desarrollo. Debía ser superada para poder construir una modernidad exitosa. Mientras que en los últimos años se ha instalado que la diversidad es un capital para el desarrollo. Un capital simbólico que favorece la creatividad cultural. Esa es una de las redefiniciones. Hay otras que tienen que ver con como logramos que las celebraciones de los bicentenarios no sean celebraciones del nacionalismo clásico, sino que sean celebraciones con los otros, con lo países vecinos, con Latinoamérica. Es decir, que no sean celebraciones que reproduzcan el modelo de la construcción nacional con sus hipótesis de conflicto bélico con países vecinos, sino que sea una serie de celebraciones articuladas con América Latina. Esto es importante discutirlo en Buenos Aires porque durante por lo menos dos décadas y media prácticamente no hubo celebraciones ciudadanas del 25 de Mayo.. Si uno mira las celebraciones de 1960, es una celebración ciudadana, popular. Con bailes en los barrios, juegos callejeros, participación cívica. Esto se perdió por la manipulación de lo nacional de la que hablaba antes, y se fue reconstruyendo muy parcialmente. Los teóricos de la sociología y de la antropología saben que la celebración de un ritual de esas características tiene que ver con la celebración de la existencia de la comunidad como tal. La comunidad se junta a celebrar su propia existencia. La desaparición del ritual del 25 de Mayo, en ese sentido, es parte de la desintegración, de que el sentimiento expandido era que no había motivos para celebrar la existencia como comunidad. Pregunto, ¿cómo es posible imaginar el desarrollo de una comunidad que no quiere celebrarse a sí misma? Y cuando digo celebrarse a sí misma me alejo de creer que la celebración implique autoelogio y soberbia. No, celebración implica autocrítica, reflexión, redireccionamiento. Para mí el Bicentenario es una oportunidad extraordinaria para hacer lo mismo que se pretende hacer estos días con las políticas culturales. Es decir, para discutir cuáles fueron nuestros problemas, nuestros errores y obstáculos y sobre todo para darnos cuenta de que una comunidad no se constituye ni a nivel nacional, urbano ni latinoaméricano, exclusivamente en función de la reconstrucción de su memoria, sino que también necesita reconstruir su proyecto. Necesita redefinir su cultura política. Necesita reconstruir su futuro y sus deseos. Esto último tiene que ver con repensar a la ciudad. No como la Capital en oposición al “interior”, esa tensión tan típica de la Argentina, sino al revés, la ciudad en red. Creo que esa es una metáfora crucial. En red latinoamericana, en red iberoamericana, en red ciudades del país. En una acción de solidaridad y enredamiento que permita un desarrollo mancomunado y que permita situar a la ciudad hacia Latinoamérica, hacia el interior del país, hacia el mundo. Pensando en la posibilidad de un desarrollo cultural donde se construya una ciudadanía activa que permita disminuir drásticamente las desigualdades al interior de nuestros países promoviendo una autonomía y una libertad de los grupos, de los movimiento y de los ciudadanos.